viernes, 23 de mayo de 2014

Un modelo, un país



Por: Fabio Capra y Daniel Belandria




«Yo creo que las cosas suceden dos veces, primero en el territorio de los acontecimientos y luego en la representación que de ella se hace en sus testigos.» Juan Villoro

Escribir estas líneas justo el día después de producirse la elección de alcaldes y concejales municipales, nos permite incorporar un poco de esas primeras interpretaciones que se suceden en los periódicos y en los programas de opinión matutinos. Además de que, por supuesto, nos permite hablar como testigos del último de los eventos políticos de esta larga y vigente cadena de sucesos. A este respecto, hoy nos levantamos una vez más con la certeza de que hay dos “Venezuelas”, siendo clara la diferencia de tendencia de cada una de ellas: a grandes rasgos, el oficialismo impera en el país rural mientras que la oposición hace lo propio en el país urbano. A este hecho se suma otro elemento, por demás interesante: más allá del abrumador número de alcaldías en manos del gobierno, en términos demográficos, éste no controla la mayoría del país.

A estas alturas muchos se preguntarán qué tiene que ver todo esto con la ciudad  y su devenir. Pues la verdad que mucho. Aun cuando son las alcaldías –el nivel de gobierno más cercano a los ciudadanos– las que mayor incidencia tienen en la construcción de nuestras ciudades y pueblos, no es menos importante la influencia que ejercen los gobiernos nacional y estatal. Así, la dirección política que como colectivo tome el país es fundamental. Y en este sentido, un problema importante de nuestra idiosincrasia es que no todos los venezolanos están dispuestos a escuchar argumentos. La mayoría –inmensa por cierto– prefiere las promesas instantáneas sin pasos intermedios. Lo que allana el camino a un gobierno de naturaleza populista y propensión hegemónica.

Circunstancia importantísima cuando entendemos que las ciudades que soñamos no se logran de la noche a la mañana. Todo lo contrario, son el resultado de lustros y décadas de esfuerzos colectivos constantes y coherentes; sobre todo coherentes. Y cuando esto no ocurre, las ciudades lo resienten. Hay que ver nada más lo poco o nada que han avanzado nuestras ciudades en los últimos años, siendo incluso posible observar cierto retroceso. En medio de esta lectura es fácil preguntarse ¿qué oportunidad tienen las municipalidades frente a una dirección política nacional totalizante? Evidentemente, poca o ninguna. Nuestro sistema político nacional no funciona, allí los recursos económicos no fluyen como deberían y no hay diálogo entre los dos principales bloques políticos –ni que decir de los no alineados, quienes en esta elección obtuvieron un importante 8% del sufragio nacional–.

Pero, ¿por qué se prefiere un modelo de cariz populista que no garantiza ningún éxito a largo plazo? La respuesta es fácil: para la clase gobernante un modelo así significa la garantía de aprobación electoral, y para la clase trabajadora la promesa –nunca honrada– de satisfacción de las aspiraciones sociales históricas. Aunque es cierto que la crisis económica que atravesamos no termina de mostrar su peor faz, es fácil adivinar en la renta petrolera el factor que ralentiza la percepción de los claros y negativos efectos del modelo venezolano. Evidentemente es este el sofisma que compensa los déficits y permite mantener la quimera.

Quizás la verdad sea que Venezuela nunca termine de “caer” y que el desenlace nunca termine de “llegar”. En definitiva, tenemos un pueblo que prefiere los atajos y una dirección nacional intolerante a la autonomía local. Aun a riesgo de parecer pesimistas, tal parece que nuestras ciudades y pueblos están condenados a esperar un nuevo escenario, más equilibrado y ecuánime que el actual. Mientras llega, no queda otra opción que seguir ensayando hechos arquitectónicos y urbanos a la espera de que, poco a poco, la gente ahonde en sus interpretaciones y decida cambiar.

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