Por: Fabio Capra y Daniel Belandria
«Yo creo que las cosas suceden dos veces, primero en el territorio de los
acontecimientos y luego en la representación que de ella se hace en sus
testigos.» Juan Villoro
Escribir estas
líneas justo el día después de producirse la elección de alcaldes y concejales
municipales, nos permite incorporar un poco de esas primeras interpretaciones
que se suceden en los periódicos y en los programas de opinión matutinos.
Además de que, por supuesto, nos permite hablar como testigos del último de los
eventos políticos de esta larga y vigente cadena de sucesos. A este respecto, hoy
nos levantamos una vez más con la certeza de que hay dos “Venezuelas”, siendo
clara la diferencia de tendencia de cada una de ellas: a grandes rasgos, el
oficialismo impera en el país rural mientras que la oposición hace lo propio en
el país urbano. A este hecho se suma otro elemento, por demás interesante: más
allá del abrumador número de alcaldías en manos del gobierno, en términos
demográficos, éste no controla la mayoría del país.
A estas alturas
muchos se preguntarán qué tiene que ver todo esto con la ciudad y su devenir. Pues la verdad que mucho. Aun
cuando son las alcaldías –el nivel de gobierno más cercano a los ciudadanos–
las que mayor incidencia tienen en la construcción de nuestras ciudades y
pueblos, no es menos importante la influencia que ejercen los gobiernos
nacional y estatal. Así, la dirección política que como colectivo tome el país
es fundamental. Y en este sentido, un problema importante de nuestra
idiosincrasia es que no todos los venezolanos están dispuestos a escuchar
argumentos. La mayoría –inmensa por cierto– prefiere las promesas instantáneas
sin pasos intermedios. Lo que allana el camino a un gobierno de naturaleza
populista y propensión hegemónica.
Circunstancia
importantísima cuando entendemos que las ciudades que soñamos no se logran de
la noche a la mañana. Todo lo contrario, son el resultado de lustros y décadas
de esfuerzos colectivos constantes y coherentes; sobre todo coherentes. Y
cuando esto no ocurre, las ciudades lo resienten. Hay que ver nada más lo poco
o nada que han avanzado nuestras ciudades en los últimos años, siendo incluso
posible observar cierto retroceso. En medio de esta lectura es fácil preguntarse
¿qué oportunidad tienen las municipalidades frente a una dirección política
nacional totalizante? Evidentemente, poca o ninguna. Nuestro sistema político
nacional no funciona, allí los recursos económicos no fluyen como deberían y no
hay diálogo entre los dos principales bloques políticos –ni que decir de los no
alineados, quienes en esta elección obtuvieron un importante 8% del sufragio
nacional–.
Pero, ¿por qué
se prefiere un modelo de cariz populista que no garantiza ningún éxito a largo
plazo? La respuesta es fácil: para la clase gobernante un modelo así significa
la garantía de aprobación electoral, y para la clase trabajadora la promesa –nunca
honrada– de satisfacción de las aspiraciones sociales históricas. Aunque es
cierto que la crisis económica que atravesamos no termina de mostrar su peor
faz, es fácil adivinar en la renta petrolera el factor que ralentiza la
percepción de los claros y negativos efectos del modelo venezolano.
Evidentemente es este el sofisma que compensa los déficits y permite mantener
la quimera.
Quizás la
verdad sea que Venezuela nunca termine de “caer” y que el desenlace nunca
termine de “llegar”. En definitiva, tenemos un pueblo que prefiere los atajos y
una dirección nacional intolerante a la autonomía local. Aun a riesgo de
parecer pesimistas, tal parece que nuestras ciudades y pueblos están condenados
a esperar un nuevo escenario, más equilibrado y ecuánime que el actual.
Mientras llega, no queda otra opción que seguir ensayando hechos
arquitectónicos y urbanos a la espera de que, poco a poco, la gente ahonde en
sus interpretaciones y decida cambiar.
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