POR: Fabio Capra/Daniel Belandria
Últimamente, a raíz de la construcción del nuevo elevado de
Los Dos Caminos, el tema de estas vías expresas ha vuelto con fuerza a la
palestra pública. Las redes sociales, los medios impresos y muchas
conversaciones han abordado el tema con opiniones disonantes. Entre tanta
resistencia, podríamos preguntarnos: si somos capaces de redirigir los flujos,
separar las vías y hacer más expedito el movimiento vehicular, entonces ¿por
qué no?
Los elevados aparecieron en Caracas en la década de los
setenta como una solución económica a problemas de tráficos supuestamente
coyunturales. Pudieron haber sido efectivos para enfrentar una dificultad
cuando la cantidad de desplazamientos en la ciudad eran apenas una fracción de
lo que son hoy pero, cuando las dificultades arropan lentamente a toda Caracas,
su contribución parece no ser demasiado grande. Desde cierto punto de vista
podría decirse que su ámbito de acción es mínimo considerando la escala de la
ciudad, por lo que las consecuencias de dicha intervención, para bien o para
mal, podrían serlo igualmente.
Sobre un cruce de vías se plantea: disolverlo. Es decir,
separar la encrucijada en niveles para hacer más expedito el paso de vehículos.
Al estratificar las direcciones en que todos queremos movernos, se logra evitar
o disminuir la espera con una inversión relativamente menor en comparación de
lo que significaría modificar la encrucijada o las vías aledañas. En el mejor
de los casos los trabajos para su instalación no necesitan bloquear las vías y,
dependiendo de la magnitud y los materiales de la construcción, pueden
terminarse bastante rápido. Aunque sin duda que lo más importante sean los años
por venir luego de su inauguración.
El destino de los elevados instalados actualmente a lo largo
de la ciudad es difícil de analizar porque hay varias cosas que llaman la
atención: en su sentido longitudinal parecen funcionar muy bien por arriba
mientras que los laterales tienden a estar obstruidos; en sentido transversal
parecen presentar tantas o más dificultades de las que habían antes de que
existiera el elevado; generalmente presentan una imagen industrial propia de
las vías expresas pero inmersas en punto nodales de la ciudad; mientras que los
espacios bajo la estructura generan angustia o desarraigo en el mejor de los
casos.
Cuando se mira al futuro en lugar del presente, las
interrogantes se vuelven más intrincadas, sobre todo frente a la contradicción
de que muchas de estas intervenciones se hicieron de manera transitoria a la
vez que se intenta constantemente extender su vida. Tal vez el futuro se
pensaba sin elevados, cuando otras medidas más profundas y permanentes se
concluyeran: mejoramiento en la eficiencia de las vías y los alcances de las
mismas, aumento de los medios públicos de transporte, facilidades para el
traslado peatonal o en bicicleta. Medidas que, en el mejor de los casos, han
sido insuficientes a la vez que la demanda por desplazamientos aumenta cada año
a la par que crece la metrópolis.
El elevado resulta un parche de espacio residual que se quedó
esperando por las verdaderas soluciones. Ha sido pensado de una manera
completamente racional, funciona; pero tal vez olvida la imagen de la ciudad
que construye. Pero más condenable resulta el desperdicio de oportunidades que
se ahogan en el “hacer lo justo”, sin pensar que el tratamiento de los flujos
debería tener siempre presente a los peatones como primeros ocupantes de la
ciudad. No van a caminar el elevado, pero requieren del tratamiento de la
dirección más delicada: la transversal. En la gran mayoría de estas estructuras
viales, es el eje transversal el que requiere de verdadera atención para
suturar las cicatrices de asfalto que traman nuestra ciudad.
Tal vez la cuestión sea pensar los elevados… desde abajo.
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