Por: Isabel Cecilia
González Molina
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En el año dos mil fui invitada a
participar como representante editorial en el Miami Book Fair, organizado
anualmente por Miami Dade college. Una feria de libros a la que asisten cada
vez más editoriales y autores reconocidos mundialmente. En esa oportunidad
montaron stands varios grupos
venezolanos por lo que en los tres días de ventas nos fuimos conociendo todos.
Para ese entonces, llevaba más de seis años viviendo en Miami y estaba por
terminar mis estudios de posgrado, todo iba muy bien para mí, sin embargo. había
tomado la decisión de regresarme a Venezuela. Poco a poco entre los venezolanos
se fue corriendo la voz de que me quería regresar y no hubo excepción, todos me
veían como a alguien que se le había soltado un tornillo. Hasta Oscar Yanes no
pudo evitar acercarse a conocerme porque según sus palabras: “Eres exactamente
como un salmón, empeñada a ir en contracorriente.” Esa fue la única vez que
conocí a ese hombre tan extraordinario, lleno de simpatía y con un corazón cien
por ciento caraqueño. Para mí lo autentico nuestro se refleja en personas como
él, otro maravilloso ejemplo es Simón Díaz, su fuerza: ser venezolanos, lo
maravilloso nuestro.
En el segundo milenio, la presidencia de Hugo Chávez apenas llevaba dos
años. Se reestrenaba políticamente un sector que hasta entonces había sido
relegado un tanto, el de la izquierda, porque digan lo que digan desde la
pacificación de la guerrilla en el gobierno de Raúl Leoni, la izquierda fue
escalando, colocándose, haciéndose fuerte. Tal vez nuestros políticos siempre
sintieron una atracción por esas revoluciones extranjeras, simpatizando con
ideologías que se oponían al capitalismo que en sí no es otra cosa que el
rechazo al llamado Imperio. Existe popularmente una creencia de que nuestros
problemas son consecuencia del Imperio, eso se le enseña a nuestros muchachos.
Muchos de nuestros jóvenes, tomemos por ejemplo a los que eran bebés, ahora
tienen catorce años, ellos solo han conocido esta propuesta. La cuarta
representa una imagen pasada, una anotación en el libro de historia del
bachillerato, anotación además muy acomodaticia. Lo que me molesta de esta
afirmación es que sirve de excusa a nuestra propia incapacidad de desarrollo.
A manera de ilustración les echaré
esta historia. Dos familias viven en un
campo ancho, donde construyeron dos casas pero el primero se ocupó en hacerse
un camino de entrada y de salida, el segundo ni se preocupó por ello. Entonces los
dueños de la primera casa descubren que en el terreno de la otra crecen los
aguacates así que le proponen comprárselos para comercializarlos, pero primero
le recuerdan que el camino es obra de ellos, así que para usarlo se les pondrá
un pago. Al segundo le parece un gran negocio porque no sabía que hacer con sus
aguacates. Con el tiempo el de los aguacates descubre que la mitad de su
cosecha se va en pagar el derecho de paso y que en el mercado le darían mucho
más por el guacal, así que se enfurece y le echa la culpa al vecino de todos
sus males. Si lo pensamos bien es muy posible que el de los aguacates tenga
razón y la negociación no le haya resultado ventajosa, pero porque pasarse la
vida culpando al otro en vez de construir otro camino. Cuantos otros caminos
pudimos construir en estos catorces años.
En los Estados Unidos fui muy feliz, los caraqueños suelen creer que a uno
le fue mal por allá y por eso se regresó. A mí me fue realmente increíble,
trabajé en la universidad, en la televisión y al graduarme fui contratada por
unos alemanes que me querían mucho, tanto que ofrecieron ser mis sponsors,
pagando hasta el abogado. En Miami viví una historia de amor única y me llené
de muchísima luz y del azul del océano. Fui realmente feliz. Todavía no sé la
razón pero un día muy soleado almorzando en un restaurante en Boca de Ratón
sentí que ya era hora de retornar. No sé qué me pasó, cuál fue la razón que me
llevó a tomar esa decisión. Recuerdo que varias cosas me hicieron entender que
mi corazón era muy venezolano. Como me sucedió al conocer en un evento de la
ONU al Dr. Diego Arria Él nos hablaba a
los asistentes con tanta pasión de su hacienda en Yaracuy,” La Carolina”, de
sus siembras de café, de sus naranjos, de su procesadora de leche moderna y
automatizada, mientras nos describía un cielo nocturno estrellado, “vibrante
como un cuadro de Van Gogh”. No pude evitar recordar lo mucho que amaba las
haciendas familiares, lo mucho que extrañaba las montañas y el verde intenso,
así como las arenas blancas coralinas y el azul más cristalino del mar.
Venezuela es un país extraordinario. Así que las ganas de volver a ese espacio
tan maravilloso empezaron a rondarme.
Todas las tardes camino una hora, por salud física y mental. Tengo la
suerte de contar con un grupo muy bonito, solemos encontrarnos a una hora y
ponernos a andar, mientras nos contamos miles de cosas. A veces es Sonia, otras
Arnaldo y Tere o Marilu y Maruja, pero ninguna como la Sra. Flora, porque para
ella no existe otro país mejor que Venezuela. “Aquí hay de todo, Isabel, de
todo”. La Sra. Flora nació en Orense,
España, pero eso no cambia que su corazón pertenece a estas calles. Suele
preguntarme: “¿Cómo es posible? Nosotros no éramos así, aquí el que trabajaba
prosperaba.”
Ella hace esta afirmación porque su vida es el mejor ejemplo de ello. Llegó
en barco a la Guaira junto a su esposo el Sr. José, soldador de oficio. Su
único patrimonio el amor que se tenían y la voluntad de trabajo. Trabajaron muchísimo
y Venezuela fue generosa con su familia, sus dos hijos Toña y Jose crecieron
acá y poco a poco todos prosperaron. Ellos amaban a Venezuela, tanto que el
señor José regresó enfermito de España para morir acá, porque estoy segura de
que deseaba ser enterrado en Caracas
Ese era el país de mis padres, la Venezuela que le dio oportunidades a dos
médicos para comprar su casa y lograr tener mucha calidad de vida. No existe ni
puede existir una buena vida si no se le provee a los ciudadanos la capacidad
de cubrir dignamente todas sus necesidades. Buena alimentación, salud y educación.
Para mí las tareas del Estado, porque los ciudadanos de un país hemos acordado
un contrato social, es decir aceptamos la conformación de un gobierno para que
este cuide de nuestros intereses sociales. El Estado es para los ciudadanos, no
los ciudadanos para el Estado. No nos corresponde malgastar nuestros recursos
en sostener un andamiaje institucional, son las instituciones las que nos deben
dar respuestas.
En los Estados Unidos había logrado comprar una casita, llena de esos
accesorios que hoy definen como “una casa bien equipada”, tenía un carro que me
vendieron a crédito y un trabajo fijo que cubría todos mis gastos y me permitía
ahorrar. En Venezuela apenas, pasando bastante dificultades, claro con mucha
ayuda de Dios, con el apoyo de la familia y de los amigos. Creo que la mayoría
de los profesionales estamos igual, realizando maromas para cubrir nuestras
necesidades.
“¿Cómo es posible? Nosotros no éramos así, aquí el que trabajaba
prosperaba.”
Lo que más me sorprende es cuando alguien me dice que a diferencia de
antes, en aquella cuarta, ahora estamos mejor, porque ahora sí hay seguridad
social. Mi mamá fue médico de los humildes, trabajó como profesora en el
hospital universitario y como médico internista en el seguro social del cementerio.
Ambos eran centros de verdadera atención médica. El centro del seguro social
fue un proyecto piloto que atendió a miles de enfermos y el hospital
universitario todo un ejemplo de orden, de limpieza, de dignidad para los
enfermos. Las veces que he tenido que recorrer sus espacios me sorprende tanto
descuido y abandono. Cuando me refiero a ello alguien me contesta “y eso que no has ido a los otros
hospitales”. ¿Cómo podemos decir que estamos bien? Peor aún como podemos creérnoslo.
Hace unos días me contaban de una joven que sinceramente creía que el
desabastecimiento de los refrescos con endulcorantes se debía a que el gobierno
tenía una campaña de salud. Entonces me hizo pensar que somos ese señor de los
aguacates maldiciendo la suerte del otro por tener un camino pero incapaces de
construir uno propio que nos lleve al desarrollo.
Sigo creyendo que este país es un territorio extraordinario, también
reconozco en cada uno de nosotros una esencia buena y generosa, pero no puedo
dejar de pensar que nos hemos desperdiciado. Hay tantas cosas que podemos
hacer, incluso con los aguacates, porque en este país se puede cosechar hasta
en el balcón de mi casa. La prueba es la semilla que planteé en el porrón de la
jardinera ya ahora una matita de aguacate. Nuestras semillas sueñan con
germinar pero escasean los sembradores.
Ricardo Abreu se propuso utilizar la música para abrirle un camino a los
niños, a todos los niños y hoy en día es un triunfador. El Dr. Jacinto Convit
ha dedicado más de setenta años de su vida en buscar una cura para la lepra y
ha conseguido no solo sanarla sino investigaciones y avances que sirven para
obtener una futura cura para el cáncer. Ellos son constructores, como lo son
muchos venezolanos que se levantan todos los días con el propósito de hacer un
mejor país.
Conocí a una tía de Astrid, Carmela, quien abrió un colegio de primaria en
un mes únicamente por su propia voluntad porque ella sabía que en esa zona
muchos muchachos necesitaban
escolaridad. Y que mejor ejemplo que el de mis padres que salvaron miles de
vidas. Existen sembradores de buena semilla, siempre han existido, siempre
existirán, constructores de buenos caminos. Usted es uno de ellos, siga arando
la tierra, vuelva a echar semillas y empéñese en cosechar.
Yo no solo me regresé a Venezuela un 6 de diciembre hace 13 años, yo no me
he dado por vencida y no ha sido fácil. Sin embargo, estoy de acuerdo con la
sra. Flora: “Somos mucho mejor que esto”. Por lo que todos los días me levanto
para hacer un poquito más y lucho por ser alguien mejor. No es cuestión de ir a
prisa, sino de ir en la dirección correcta. Los venezolanos somos los
constructores de nuestro camino al desarrollo. Nos toca la tarea. No me
conformaré con otra cosa.