Imaginen una ciudad donde cada hecho
construido –casa, edificio, calle, acera, plaza, parque, bulevar, puente,
elevado, túnel, distribuidor, etc.– tenga impreso el rostro del gobernante de
turno del momentoen que fue construido.Los ojos penetrantesde cada uno de los presidentes
del siglo XX y del recién inaugurado siglo XXI nos rodearían por doquier. Ojos punzantes,
vehementes, inquisidores, propios de esas personas que bajo el signo del
político –o del pseudopolítico– en algún momento creyeron tener la capacidad
para dirigir los destinos de todo un pueblo.
Entonces Juan Vicente Gómez, Eleazar
López Contreras, Isaías Medina Angarita, Rómulo Betancourt, Rómulo Gallegos,
Carlos Delgado Chalbaud, Marcos Pérez Jiménez, Wolfang Larrazabal, Rómulo Betancourt,
Raúl Leoni, Rafael Caldera, Carlos Andrés Pérez, Luís Herrera Campins, Jaime
Lusinchi, Ramón José Velázquezy Hugo Chávez, nos mirarían desde cada pared,
cada esquina, cada ventana, cada plano posible.Viviríamos en el destiempo, con
toda nuestra historia reciente –y sus compromisos– a cuestas.
¿Imaginan acaso a la urbanización El
Silencio, los bloques del 23 de Enero, los maravillosos edificios que componen
la Ciudad Universitaria, los múltiples desarrollos del Banco Obrero, el Teatro Teresa
Carreño, el Poliedro de Caracas, el Hotel Humboldt, el Banco Central de
Venezuela, la Autopista Francisco Fajardo, la autopista de Prados del Este, La
Avenida Boyacá,el Metro de Caracas, por tan solo mencionar algunas obras
importantes de la ciudad, llenos de ojos que (nos) miran?.
Imaginar algo así ciertamente es un
absurdo. Pero como decía Descartes, “la graciosa sencillez de las fábulas
despierta el espíritu” (Discurso del método, 1637). Así, quizás sea necesaria
una fabulación como ésta para entender el sinsentido que significa proyectar
sobre nuestras ciudades el rostro de personajes política y existencialmente extintos. A
fin de cuentas, la ciudad que habitamos hoy es en gran medida una ciudad
heredada de generaciones y gobiernos anteriores –por mucho que quiera
maquillarse–. Pero más aun, la ciudad de hoy es un hecho continuo que no se
debe a alguien en particular sino a un esfuerzo verdaderamente colectivo y
siempre inacabado.
En este sentido, la ciudad es el
resultado de un sinfín de esfuerzos sumados de conciudadanos. En ellos están
por igual los empresarios y los trabajadores, los arquitectos y los ingenieros,
los técnicos y los proveedores, las comunidades y sus gobernantes. Etiquetar
algo con el sello –o peor aun, con el rostro o la rúbrica– de uno solo de los
actores es un acto de injusticia social y, finalmente, de exclusión. Intentar (de) marcar
la ciudad conlleva indefectiblemente a la creación de guetos, definiendo el
espacio para la exclusión.Además, la ciudad –lo mismo que el país– requiere
cuanto antes dejar el pasado atrás.
Así, hoy
más que nunca es necesario entender que la ciudad, en sí misma, es el más
plural de los hechos construidos, y por tanto nos pertenece a todos.Solo
entonces podremos ver el verdadero valor de las ciudades: un hecho común, democrático
y abierto, donde personas de infinidad de orígenes, culturas, edades e ideologías,
consiguen algo más que simple refugio: consiguen y hacen su hogar.
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