viernes, 7 de noviembre de 2014

Ciudad que mira

                                                                           Por Fabio Capra y Daniel Belamdria


Imaginen una ciudad donde cada hecho construido –casa, edificio, calle, acera, plaza, parque, bulevar, puente, elevado, túnel, distribuidor, etc.– tenga impreso el rostro del gobernante de turno del momentoen que fue construido.Los ojos penetrantesde cada uno de los presidentes del siglo XX y del recién inaugurado siglo XXI nos rodearían por doquier. Ojos punzantes, vehementes, inquisidores, propios de esas personas que bajo el signo del político –o del pseudopolítico– en algún momento creyeron tener la capacidad para dirigir los destinos de todo un pueblo. 

Entonces Juan Vicente Gómez, Eleazar López Contreras, Isaías Medina Angarita, Rómulo Betancourt, Rómulo Gallegos, Carlos Delgado Chalbaud, Marcos Pérez Jiménez, Wolfang Larrazabal, Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Rafael Caldera, Carlos Andrés Pérez, Luís Herrera Campins, Jaime Lusinchi, Ramón José Velázquezy Hugo Chávez, nos mirarían desde cada pared, cada esquina, cada ventana, cada plano posible.Viviríamos en el destiempo, con toda nuestra historia reciente –y sus compromisos– a cuestas.

¿Imaginan acaso a la urbanización El Silencio, los bloques del 23 de Enero, los maravillosos edificios que componen la Ciudad Universitaria, los múltiples desarrollos del Banco Obrero, el Teatro Teresa Carreño, el Poliedro de Caracas, el Hotel Humboldt, el Banco Central de Venezuela, la Autopista Francisco Fajardo, la autopista de Prados del Este, La Avenida Boyacá,el Metro de Caracas, por tan solo mencionar algunas obras importantes de la ciudad, llenos de ojos que (nos) miran?.

Imaginar algo así ciertamente es un absurdo. Pero como decía Descartes, “la graciosa sencillez de las fábulas despierta el espíritu” (Discurso del método, 1637). Así, quizás sea necesaria una fabulación como ésta para entender el sinsentido que significa proyectar sobre nuestras ciudades el rostro de personajes política y existencialmente extintos. A fin de cuentas, la ciudad que habitamos hoy es en gran medida una ciudad heredada de generaciones y gobiernos anteriores –por mucho que quiera maquillarse–. Pero más aun, la ciudad de hoy es un hecho continuo que no se debe a alguien en particular sino a un esfuerzo verdaderamente colectivo y siempre inacabado.

En este sentido, la ciudad es el resultado de un sinfín de esfuerzos sumados de conciudadanos. En ellos están por igual los empresarios y los trabajadores, los arquitectos y los ingenieros, los técnicos y los proveedores, las comunidades y sus gobernantes. Etiquetar algo con el sello –o peor aun, con el rostro o la rúbrica– de uno solo de los actores es un acto de injusticia social y, finalmente, de exclusión. Intentar (de) marcar la ciudad conlleva indefectiblemente a la creación de guetos, definiendo el espacio para la exclusión.Además, la ciudad –lo mismo que el país– requiere cuanto antes dejar el pasado atrás.

Así, hoy más que nunca es necesario entender que la ciudad, en sí misma, es el más plural de los hechos construidos, y por tanto nos pertenece a todos.Solo entonces podremos ver el verdadero valor de las ciudades: un hecho común, democrático y abierto, donde personas de infinidad de orígenes, culturas, edades e ideologías, consiguen algo más que simple refugio: consiguen y hacen su hogar.


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